Lo que infecta al espíritu es el acero de lo que propone la solución para aquello irresoluble en todas partes; por eso solo desde el interior la paz se refracta en ellos y otros.
Juan cree que el mar es basto miedo infinito; por eso agradece vivir a más de 400 km de el y sin embargo, detesta la vida citadina y los horrores de la urbanización, gris, irregular y caótica que contamina los pulmónes que relega a aquellos barrios al sur de la provincia del Buenos Aires, como Villa Jardín, a la periferia cultural y económica donde él habita, donde el pertenece pero no, pues su mente se encuentra en montes más amplios, donde las nubes se juntan iracundas y hacen ruidos húmedos al anochecer, y donde los vientos añejos azotan su ropa mojada hacia el porvenir naciente de un joven casado con la poesía en la penumbra. Romantiza espacios abiertos, un campo silvestre y puro que, en realidad, reconoce otros tipos de miseria, pero no le podemos quitar el consuelo a alguien que ya muerto todavía ve vida en las cosas.
Vive en un presente de eventos sucesivos, continuos, pero no causales, no reconocen ninguna historia; las horas, los minutos, los días y las semanas no existen, pues todos los días son iguales dentro de una repetición eterna de lo mismo; un aburrimiento perpetuo, ningún placer es suficiente para satisfacer sus ausencias. El barrio donde vive, pues hoy dia la Villa Jardin corresponde menos con el imaginario que poseen los argentinos de “como se ve” una villa, es decir, concreto y ladrillos naranjas huecos interminables, con veredas perpendiculares, altas para contrarrestar las deficiencias de las boca(s) de tormenta, donde un pasillo lleva de una puerta, a una habitación ajena a otra, etcétera; corresponde más con la imagen de un barrio, si se quiere, de clase media-baja, un barrio de trabajadores estandar, que, de alguna manera, apelmazadamente lenta, se permitieron con los años cierto grado (de acumulación de aspectos que significan) de movilidad ascendente: paredes revocadas y pintadas, pisos recubiertos de cerámicas coloridas, electrodomésticos cómodos varios (un objetivo primario de la clase obrera), pagar las tarifas y los impuestos de servicios que nunca les llegaron, por lo cual han inventado a lo largo de los años estrategias rudimentarias para acceder a ellos; etcétera. Juan no conoce mucho más del recorrido que atraviesa necesariamente para ir al trabajo y volver a su casa, desde la parada del colectivo, que recorre la parte “propiamente villa” de su barrio, hasta la autopista de perfumes hediondos de sangre vacuna pútrida que recorre lo largo del riachuelo, izandose por el puente alsina y aterrizando en Capital Federal, y allí dentro del sumidero eterno. “Ciclo infernal” lo escuchaba susurrar siempre desde allá, y yo lo consolaba en la inconsciencia diciéndole que el ciclo ya se iba a romper y que el silencio iba a llegar, un hermoso ruido, como enjambres de abejas que avisan joviales a las flores que están y estarán al dia siguiente, y al dia siguiente y al siguiente día del siguiente en primavera.
Juan busca aprobación en todas partes, preferentemente explicitada, preferentemente masculina; las mujeres son para Juan seres complejos cuya accesibilidad en el ámbito de lo sexual, requiere otros recursos, otros esfuerzos que no posee, o que no tiene, si queres, aceitados, que los hombres (por otro lado) no demandan, con lo cual no suelen ser “objetivos del deseo” generalmente. La idea del sexo, con quien fuere, sea con un desconocido, o sea una consumación romántica del proceso tedioso de enamorar y enamorarse; le parece exitante, un acto de rebeldia y profanación sobre la pureza y el respeto hacia la pulcritud de su cuerpo que, al ser un regalo divino (así habían dicho en las reuniones de los domingos) no le pertenece ultimamente a nadie sino a dios; lo siente como un rebajo directo, un instrumento para el cumplimiento de fantasias ajenas y las suyas propias; pero cuando llega el momento de la confrontación se asusta y muere de nervios, y eso es lo que lo restringe de aprobar cada proposicion que se le ofrece; miedo al sexo, miedo a sentir algo fuerte, miedo al dolor, miedo al otro. Aunque de vez en cuando, algún viernes solitario y pesado de invierno, como este qué lo dirige hacia la casa de A, se superpone ante su pseudo-neurosis y va y va y va.
Este viernes hablaba con un hombre que se le acercó (virtualmente, no) por instagram, un perfil sumamente misterioso, escaso en fotos propias (en un primer momento) que denoten las características de tal ser, muchos paisajes remotos de ambientes un poco lúgubres, de sol de mañana y atisbos lunares madrugadores, que recolectan para su mente cottages abandonados, huellas históricas sobre familias burguesas sureñas de los estados norteamericanos, ya idas muertas y olvidadas por sus pecados y miserias. En una de las secciones de “historias destacadas”, Juan pudo ver su cuerpo, esplendorosamente fornido, evidentemente un hombre alto y un profesional de la ciencia molecular acomodado, porque eso había puesto en su biografía, como único dato destacable, después de A; se trataba precisamente de un adulto de 36 años y con sus predeterminadas intenciones, que coincidieron con las tristezas de este joven de 19 años que si bien precavido, sigue siendo raíz, sigue estado creciendo BAJO el suelo hostil, dirigiéndose hacia él sin siquiera conocer su cara, sin siquiera interrogar su nombre; y acepta; detrás de la mentira a su abuela, cuando le dijo Juan que salía con su amiga, “esa que vive acá a ocho cuadras”, esa con la que se queda a dormir, él seguía siendo A; en el colectivo de ida hacia la casa del hombre de ciencia palermitano, seguía siendo A (y se le cruzaba: “Adolfo, Adrian, Alberto, muy de viejo; Agustin; un código?; un signo de identificación, miembro de una secta?”)
Cuando en la cama, totalmente tendida y los almohadones ordenados con una precisión obsesiva sobre el respaldo de la parte superior del colchón king sized, se presenta el campo donde acontece la batalla erótica; mañatado completamente, de manos y pies, con cadenas de acero de fantasía engarzadas a muñequeras de cuero sintético, esas que se venden en la bond, despierta y no ve nada, el mar en la noche, una desterritorialización de la talasofobia; tampoco puede decir nada, pues su lengua no tiene espacio para moverse, y sus dientes se traban por un calzón negro trasher que le llena la boca sin dejar espacio, ni para la saliva que es expulsada de su hogar y se arrastra por los límites de sus labios y humedece en creación de un collar de baba que le abraza el cuello; no hay lugar para la protesta, mucho menos para el gemido (que seria lo apropiado); no existe el grito de dolor, pues nadie lo escucha.
Lo muerde y lo marca, en silencio se desliza serpiente traicionera, águila omnividente que ve el pasado en el ojo izquierdo y el futuro en el derecho; lo lame con su lengua áspera y recorre una piel erizada por el pavor pálido que camaleonicamente se enrojece con cada golpe; un cachetazo, una azote en la espalda y la carne en cinta se dispara y él gime en fervor de su poder sobre el que el otro se retuerce en dolor y aumenta la velocidad de su presión; un cuerpo que es indefenso y atacado ante y por quien lo conquista; sus colmillos marcan la piel del hombro desnudo, mientras se erecta fuerte inquisidor falo estimulado, ante la imagen de aquella espalda que fue partida en dos, un machete afilado que se transforma en una fuente de sangre en la forma de un hombre, y él inscribe A sobre aquella espalda con el cuchillo afilado, líneas rectas pre-formadas por el semen esparcido en su espalda que dio precisión geométrica al corte de la escultura final.
Es sexo express, entras y no volves, Juan, entras y no volves.
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