No puedo más; no quiero más. La arena me entrecorta la respiración y me raspa la garganta; mi piel es tan solo un espejo árido que refleja el entorno desértico de alguien que se perdió hace mucho y, sin embargo, no lo sabe; mis labios se deshacen en capas y capas de gris dermis muerta, irrecuperables las encías negras, el veneno se apodera de la carne y la pudre desde adentro; llega a mis dientes, ya he perdido un colmillo, y los incisivos tiemblan impacientemente, resquebrajándose y cayendo trozo por trozo sobre las olas de arena implacable; los ojos de este rostro arrugado y gris, bosque torturado por las flamas y abandonado por las nubes terribles del humo de la destrucción, rojos perturbados por arroyos estrechos de sangre que desbordan y enceguecen la retina miel; el sol ignora mi miseria sentado sobre su trono cósmico, rotando hacia la izquierda buscando una tragedia mayor que presenciar, un espectáculo más gratificante, que quemar la piel de alguien porfiado que pretende desgarrarse de las ataduras del destino. El sol se unifica cómplice con las montañas de arena para ampollarme los pies descalzos, que hace mucho abandonaron sus armaduras de tela sucia; al menos entre las colinas empinadas, se volvieron oro.
No me pregunto donde estoy pues no lo sabré nunca. Ni siquiera me molesto en preguntarme quién es él pues no lo sabré jamás. Mis energías se concentran en no dejar que aquella aguja que me corta el pulmón me impida ver más la vida. Mi voluntad está signada en no dejar que él me alcance y ahí viene. Y ahí llega. Sobre su máquina, engranajes, tornillos y tuercas; grasa, naftalina y lujuria. Ay pero no puedo, el calor me pesa, mis pies torturados me lloran basta.
¡QUIERO VERTE!
¿Cómo pude olvidar que soy parte del polvo?.
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